martes, 30 de enero de 2018

Cuento: "Gabriel Ernesto", de Saki (con actividades)

Hector Hugh Munro, conocido por el pseudónimo literario de Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue un escritor, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. En esta ocasión traemos para compartir el cuento "Gabriel Ernesto", el cual aborda un tema recurrente en la literatura de terror del siglo XIX: los licántropos. Al final, como siempre, las actividades.



GABRIEL ERNESTO
Saki

Hay un animal salvaje en sus bosques -dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.
-Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso -dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
-¿Qué quería decir con animal salvaje? -le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
-Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren -dijo Cunningham.
Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.
Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular era algo muy lejano de su experiencia corriente. En una saliente de piedra lisa sobre un pozo profundo en el claro de un bosquecillo de robles, un muchacho de unos dieciséis años estaba echado secándose deliciosamente los miembros bronceados al sol. Tenía el pelo mojado, partido por una zambullida reciente y pegado a la cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que tenían casi un brillo atigrado, se dirigían a Van Cheele con cierta atención perezosa. Era una aparición inesperada, y Van Cheele se encontró envuelto en el desusado proceso de pensar antes de hablar. ¿Dé dónde en el mundo podía provenir ese muchacho de aspecto salvaje? A la esposa del molinero se le había perdido un chico hacía unos dos meses, se suponía que se lo había llevado la corriente que movía el molino, pero aquel era un bebé y no un muchacho crecido como este.
-¿Qué estás haciendo ahí? -le preguntó.
-Obviamente, asoleándome -replicó el muchacho.
-¿Dónde vives?
-Aquí en estos bosques.
-No puedes vivir en los bosques -dijo Van Cheele.
-Son unos bosques muy bonitos -dijo el muchacho con cierto tono condescendiente en la voz.
-¿Pero dónde duermes de noche?
-No duermo de noche; es cuando estoy más ocupado.
Van Cheele empezó a tener el irritante sentimiento de estar lidiando un problema que lo eludía.
-¿De qué te alimentas? -preguntó.
-Carne -dijo el muchacho.
Y pronunció la palabra con una lenta delicia, como si estuviera saboreándola.
-¡Carne! ¿Qué carne?
-Ya que le interesa, conejos, perdices, liebres, aves de corral, corderitos recién nacidos, y niños cuando consigo alguno; en general están encerrados con llave por la noche, cuando yo hago la mayor parte de la cacería. Hace ya dos meses que no pruebo carne de niño.
Haciendo caso omiso de la irritante naturaleza de la última frase, Van Cheele trató de llevar al muchacho al tema de la posible caza furtiva.
-Estás hablando por tu sombrero cuando mencionas lo de alimentarse con liebres (por el aspecto del muchacho no era un símil muy afortunado). Las liebres de nuestras colinas no son fáciles de cazar.
-Por la noche yo cazo en cuatro patas -fue la respuesta más o menos enigmática.
-¿Supongo que lo que dices es que cazas con un perro? -aventuró Van Cheele.
El muchacho se dio vuelta lentamente sobre la espalda y se rió con una extraña risa baja que tenía algo agradable de broma y algo desagradable de gruñido.
-No creo que ningún perro tuviera muchas ganas de andar conmigo, especialmente por la noche.
Van Cheele empezó a sentir que ese muchacho de ojos y hablar extraño tenía algo pavoroso.
-No puedo permitirle permanecer en estos bosques -declaró en tono autoritario.
-Creo que usted preferiría tenerme aquí y no en su casa -dijo el joven.
La perspectiva de ese animal desnudo y salvaje en la casa ordenada y perfecta de Van Cheele evidentemente era alarmante.
-Si no te vas, tendré que obligarte -dijo Van Cheele.
El muchacho se volvió como un rayo, se zambulló en el pozo, y en un momento ya había recorrido con su cuerpo mojado y brillante la mitad de la distancia de la otra orilla hasta el lugar donde estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no hubiera sido nada especial; en un muchacho, a Van Cheele le pareció suficientemente sobrecogedor. Se resbaló al hacer un movimiento involuntario para retroceder y se encontró casi postrado en la orilla húmeda, con aquellos ojos atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente se llevó la mano a la garganta. El muchacho volvió a reírse, con una risa en la que el gruñido había hecho desaparecer casi toda la alegría, y luego, con otro de sus movimientos asombrosamente rápidos, desapareció corriendo hacia un tupido macizo de hierbas y helechos.
-¡Qué animal salvaje tan raro! -dijo Van Cheele mientras se ponía de pie. Y luego se acordó de la observación de Cunningham, “hay un animal salvaje en sus bosques”.
De regreso a casa sin prisa, Van Cheele empezó a darle vueltas en la mente a una serie de acontecimientos locales que podían atribuirse a la existencia de este asombroso muchacho salvaje.
Algo había estado haciendo que escaseara los animales silvestres últimamente en aquellos bosques, las gallinas desaparecían de las granjas, las liebres ya casi no se encontraban, y le habían llegado noticias de corderos a los que se habían llevado de sus rebaños en las colinas. ¿Sería posible que ese muchacho salvaje estuviera cazando en la región en compañía de algún perro inteligente? El muchacho había hablado de cazar “en cuatro patas” durante la noche, pero también había insinuado que a ningún perro le gustaría acercársele “especialmente de noche”. Era verdaderamente intrigante. Y luego, mientras Van Cheele repasaba las distintas depredaciones que se habían cometido en el último mes o dos, de pronto se detuvo tanto en su camino como en sus especulaciones. El niño perdido del molino hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído entre la corriente del molino y ésta se lo había llevado, pero la madre siempre había declarado haber oído un grito en el lado de la casa que daba a la colina, en la dirección contraria a la del arroyo. Era impensable por supuesto, pero él habría preferido que el muchacho no hubiera hecho esa aterradora alusión a haber comido carne de niño hacía dos meses. Cosas tan horribles no debían decirse ni en broma.
Van Cheele, contra su costumbre, no se sentía dispuesto a mostrarse comunicativo sobre su descubrimiento en el bosque. Su posición como consejero de la parroquia y juez de paz se vería comprometida de cierto modo por el hecho de estar albergando en su propiedad a una personalidad de tan dudosa fama; había incluso la posibilidad de que le pasaran una costosa cuenta por el valor de los corderos y las gallinas que se habían perdido. Esa noche a la cena estaba desusadamente callado.
-¿Te comieron la lengua? -le dijo su tía-. Cualquiera diría que te encontraste con un lobo.
Van Cheele, que no conocía ese viejo dicho, pensó que la observación era bastante tonta; si se hubiera encontrado con un lobo en su propiedad su lengua hubiera estado extraordinariamente ocupada con el tema.
Al día siguiente al desayuno, Van Cheele se daba cuenta de que su desazón por el episodio del día anterior no había desaparecido del todo y resolvió tomar el tren hasta la población vecina, buscar a Cunningham, y enterarse de qué era lo que realmente había visto, obligándole a hablar con insistencia acerca de un animal salvaje en sus bosques. Tomada esa resolución, su alegría habitual volvió en parte, y empezó a musitar una pequeña melodía mientras se dirigía al estudio a fumarse su cigarrillo de costumbre. Al entrar al estudio, la melodía abruptamente dio paso a una invocación piadosa. Graciosamente extendido en la otomana, en una actitud de reposo casi exagerada, estaba el muchacho de los bosques. Estaba más seco que la última vez que lo había visto Van Cheele, pero por otra parte sin ninguna alteración notable de su apariencia.
-¿Cómo te atreves a venir aquí? -le preguntó Van Cheele furioso.
-Usted me dijo que no podía quedarme en los bosques -dijo el muchacho calmadamente.
-Pero no te dije que vinieras aquí. ¡Supón que te hubiera visto mi tía!
Y con la intención de minimizar semejante catástrofe, Van Cheele apresuradamente cubrió todo lo posible a su no bienvenido visitante bajo los pliegues del periódico de la mañana. En ese momento, la tía entró a la habitación.
-Este es un pobre muchacho que ha perdido su camino y perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene -explicó Van Cheele desesperadamente, mirando atemorizado a la cara del vagabundo para saber si agregaba la franqueza inoportuna a sus otras propensiones salvajes.
La señorita Van Cheele estaba enormemente interesada.
-Tal vez tenga alguna marca en la ropa interior -sugirió.
-Parece haber perdido eso también -dijo Van Cheele, dándole tironcitos nerviosos al diario de la mañana para mantenerlo en su lugar.
Un niño desnudo y sin hogar le atraía tanto a la señorita Van Cheele como un gatito perdido o un perrito sin dueño.
-Tenemos que hacer todo lo que podamos por él -decidió, y, en poquísimo tiempo, un mensajero despachado a la parroquia, en donde había un joven paje, había regresado con un juego de ropa y los accesorios necesarios como camisa, cuello, zapatos, etc. Vestido, limpio, y arreglado, el muchacho no había perdido nada de su expresión aterradora, a los ojos de Van Cheele, pero su tía lo encontraba encantador.
-Debemos llamarlo de algún modo mientras averiguamos quién es realmente -dijo ella-. Gabriel-Ernesto, me parece; son nombres apropiados y simpáticos.
Van Cheele estaba de acuerdo, pero en su interior dudaba sobre si se los estarían poniendo a un muchacho apropiado y simpático. Sus recelos no disminuyeron por el hecho de que su manso y viejo perro de cacería se había escapado de la casa apenas llegó el muchacho, y seguía tiritando y ladrando obstinadamente en el otro lado del huerto, mientras que el canario, usualmente tan activo vocalmente como el propio Van Cheele, se había encerrado en su mutismo de píos aterrados. Más que nunca se resolvió a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.
Mientras él se dirigía a la estación, su tía hacía los arreglos para que Gabriel-Ernesto la ayudara a divertir a los niños de la escuela dominical, esa tarde en el té.
Al principio, Cunningham no estaba dispuesto a mostrarse comunicativo.
-Mi madre murió de una enfermedad cerebral -explicó -, de manera que usted comprenderá por qué me niego a confiarle a nadie cualquier cosa de naturaleza fantástica e imposible que haya visto o pensado que he visto.
-¿Pero qué fue lo que vio? -insistió Van Cheele.
-Lo que creí ver fue algo tan fuera de lo común, que nadie, en su sano juicio le daría crédito como a algo realmente sucedido. Yo estaba la última tarde que estuve con usted, medio escondido entre los arbustos de la entrada del huerto viendo la puesta del sol. De pronto me di cuenta de la presencia de un muchacho desnudo; pensé que fuera un muchacho que se había estado bañando en algún pozo cercano, y que se había quedado en la falda de la colina también mirando el atardecer. Su actitud sugería de tal modo la de un fauno silvestre de la mitología pagana que inmediatamente se me ocurrió contratarlo como modelo, y lo hubiera llamado un momento después. Pero justo en ese momento el sol dejó de verse, y todos los colores naranja y rosado desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. En ese mismo momento, pasó algo asombroso, ¡el muchacho también desapareció!
-Qué, ¿se desvaneció en la nada? -preguntó Van Cheele excitado.
-No; esa es la parte horrible del asunto -contestó el artista-, en la falda de la colina, en donde había estado el muchacho hacía un segundo, estaba un lobo grande, de color negruzco, con los colmillos brillantes y los ojos amarillos crueles. Uno creería…
Pero Van Cheele no se detuvo por algo tan fútil como lo que se creía. Ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la estación del tren. Desechó la idea de un telegrama. “Gabriel-Ernesto es un hombre-lobo” era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para hablar de lo que pasaba, y su tía lo tomaría por un mensaje en una clave de la cual él no le había dado la contraseña. Su única esperanza era alcanzar a llegar a casa antes de la puesta del sol. El taxi que tomó en el otro extremo del viaje en tren lo llevó con lo que parecía una lentitud exasperante por los caminos rurales, que ya se ponían rosados y malva bajo la luz del sol poniente. Su tía estaba recogiendo algunos bizcochos sin terminar cuando él llegó.
-¿Dónde está Gabriel-Ernesto? -preguntó casi gritando.
-Está llevando a casa al pequeño de los Toop -dijo la tía-. Se estaba haciendo tan tarde que no me pareció seguro dejarlo ir solo. Qué bonito atardecer, ¿cierto?
Pero Van Cheele, aunque consciente del resplandor del cielo al occidente, no se quedó a comentar su belleza. A una velocidad para la cual estaba escasamente dotado corría a lo largo del estrecho sendero que llevaba a casa de los Toop. A un lado corría la rápida corriente que movía el molino, del otro estaba la franja de loma pelada.
Un resplandor mortecino de sol poniente todavía se veía en el horizonte, y tras la próxima vuelta del camino podía estar la pareja dispareja que buscaba. De pronto el color de las cosas desapareció, y la luz gris se posó con un leve temblor sobre el paisaje. Van Cheele oyó un estridente grito de terror, y dejó de correr.
Nunca se volvió a saber nada del pequeño Toop o de Gabriel-Ernesto, pero se encontró la ropa de este último tirada en el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desnudado y se había lanzado en un vano intento de salvarlo. Van Cheele y unos trabajadores que andaban por allí cerca en esos momentos testificaron sobre el fuerte grito del niño que habían oído hacia el lugar en donde se encontraron las ropas. La señora Toop, que tenía otros once hijos, se resignó decentemente a su desgracia, pero la señorita Van Cheele hizo un duelo sincero por su muchacho expósito perdido. Por iniciativa suya, se puso una placa en memoria de éste en la iglesia parroquial. A Gabriel-Ernesto, muchacho desconocido, que sacrificó valientemente su vida por la de otro.
Van Cheele complacía a la tía en la mayoría de sus asuntos, pero se rehusó por completo a contribuir con su dinero a una placa en memoria de Gabriel-Ernesto.

ACTIVIDADES:

1. ¿Qué es lo que aseguraba Cunningham?
2. ¿Qué fue lo que vió Van Cheele a lo lejos?
3. ¿Cuáles son las cosas que cuenta de sí mismo el joven misterioso?
4. ¿Cuáles eran los pensamientos de Van Cheele luego del encuentro con el "animal salvaje"?
5. ¿Qué comenzó a sospechar en relación al niño desaparecido?
6. ¿Dónde se apareció el joven misterioso?¿Qué ocurrió cuando lo vio la tía de Van Cheele?
7. ¿Cuál fue el tema de conversación con Cunninham?
8. ¿Qué ocurrió cuando Van Cheele se ausentó?¿Por qué cree que no quiso aportar para poner una placa en honor a "Gabriel Ernesto"?

miércoles, 24 de enero de 2018

Cuento: "El escuerzo", de Leopoldo Lugones

Esta vez compartimos el cuento "El escuerzo", de Leopoldo Lugones, autor argentino, nacido en 1874 y fallecido en 1938. En el mismo aparecerán algunos elementos de la literatura fantástica, dentro de una atmósfera que mezcla lo costumbrista con lo terrorífico. Nuevamente, al final de la obra, nos encontraremos con un cuestionario que nos puede ayudar como guía de lectura.



"EL ESCUERZO"
Leopoldo Lugones

Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas. Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras. Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el despanzurrado animalejo. 

-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con muestras de la mayor alegría-, en este mismo instante vamos a quemarlo. 

-¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está muerto... 

-¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso mi interlocutora- y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse. 

Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo. 

¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un hombre de barba entera. 

-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía? -interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta años. 

-De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado. 

Julia sonrió. 

-No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla... 

-Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la pretensión de vengarme con ella de su sonrisa. 

Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue: 

Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano, vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha. 

La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla, pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del animal. 

-Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto. 

El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión. Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del animal. 

Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a acompañarla. 

No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció. 

-¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare! 

-Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia, llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad de los pastos es dañosa. 

Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un registro minuicioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja de madera que poseía y dormir allí. 

La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de sabandijas! 

Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas hubiera la menor señal de peligro. 

Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel* de la puerta que no se había cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia, 

Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño, respirando acompasadamente. 

Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa. 

Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza. Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó, aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio acabó por perderse entre las hierbas. 

Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa. Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo. 

Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha. 

CUESTIONARIO

1. ¿Cuál era la diversión del narrador?
2. ¿Qué le dice su criada cuando él le trae ál animal muerto?¿Por qué era fundamental quemarlo?
3. ¿Dónde trabajaba y de qué vivía el hijo de Antonia?
4. ¿Qué actitud tuvo el muchacho cuando su madre le recomendó quemar al escuerzo?
5. ¿En qué lugtar lo obligó Antonia a dormir a su hijo?¿Qué hacía ella mientras tanto?
6. ¿Qué fue lo que ocurrió cuando el animal se posó sobre la caja y luego Antonia la abrió?

lunes, 22 de enero de 2018

Cuento "Thanatopía", de Rubén Darío (con actividades)

A continuación compartimos un cuento de terror del autor nicaragüense Rubén Darío (1867 - 1916), escrito en 1893 y publicado de manera póstuma en la antología de 1925 "Impresiones y sensaciones".
Luego del cuento, agregamos un breve y sencillo cuestionario que puede yener la función de guía para el lector curioso o de trabajo para realizar en clase.




THANATOPÍA
Rubén Darío

—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.

James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó:

—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

»Tengo horror de.. ¡oh Dios! de la muerte.

»Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto. Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.

»Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.


Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.

—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.

»Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses —¿por qué había cipreses en el colegio?— y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector —¿para qué criaba lechuzas el rector?—. Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!

»Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:

»—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además, quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesita un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.

»¡Una madrastra!

Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía. ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.

»No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.

»Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes. Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.

»Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:

»—La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.

»Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? My sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago.

»Fue esa misma noche, sí.

Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación. Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.

»—Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.

»Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.

»Ella...

»Y mi padre:

»—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!

»Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano. Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: ¡James!

»Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:

»—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.

»Y me miró.

»Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor —no os lo quiero decir— porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.

»Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:

»—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...

»No pude más. Grité:

»—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!

»Oí la voz de mi padre:

»—¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.


»—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre—. Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!


CUESTIONARIO

1. ¿Quién es el padre del protagonista?
2. ¿Adónde lo "encerró"?
3. ¿Por qué él afirma que "aprendió a ser triste"?
4. ¿Con qué motivos lo fue a buscar su padre?
5. ¿Cuál fue la reacción al enterarse el tema de su "madrastra"?
6. ¿Qué fue lo que ocurrió cuando se encontró con ella?¿Quién era en realidad?