sábado, 7 de julio de 2018

Cuento: "La esfinge", de Edgar Allan Poe (para seguir trabajando el cuento de terror, con actividades)

Poeta, narrador, periodista y crítico literario americano, Edgar Allan Poe es conocido por su narrativa de terror, horror romántica y su maestría del relato de influencia gótica, siendo considerado uno de los grandes maestros de la literatura universal y padre del género detectivesco.
Huérfano de padre y madre, Poe pasó por una educación irregular, de Estados Unidos a Escocia e Inglaterra, hasta su breve paso por la Universidad de Virginia, donde publicó anónimamente su primer libro, y por el ejército, publicando su segundo libro.
Poe comenzó a trabajar para diversos periódicos y revistas con los que se ganaba a duras penas la vida. Viajó por varias ciudades de California junto con su esposa, Virginia Clemm, quien era su joven prima. Su muerte en 1847, apenas cumplidos los 24, significaría el derrumbe psicológico de Poe, que se tradujo en algunas de sus mejores y más oscuras obras al tiempo que se abandonaba al alcohol y las drogas.
Con anterioridad a la muerte de su esposa, Poe ya había sido incapaz de mantener un empleo fijo en los periódicos con los que colaboraba debido a su alcoholismo, que trataba de controlar. En 1845 publicó el que sería su poema más celebrado, El cuervo.

Poe practicó varios géneros a lo largo de su carrera literaria, tratando de una manera casi obsesiva temas como la muerte, el entierro en vida o el duelo. En este sentido son muy conocidos relatos como El pozo y el péndulo, La máscara de la muerte rojaEl corazón delator Berenice, entre muchos otros.
Además, Poe creó al primer detective moderno de la literatura, Auguste Dupin, personaje que influyó inequívocamente a autores como Arthur Conan Doyle Agatha Christie
En 1849, Poe apareció desorientado, vestido con ropas que no eran suyas y vagando por las calles de Baltimore. Fue llevado a un hospital, pero no pudo recuperar el habla coherente para explicar qué le había pasado. La causa de su muerte no se aclaró y se ha especulado desde entonces con problemas de drogas, meningitis, sífilis o incluso rabia.

La influencia posterior de Poe en la cultura, tanto popular como académica, ha ido creciendo con el tiempo y en la actualidad es una figura incontestable, cuyos cuentos han sido llevados al cine en numerosas ocasiones e incluso ha pasado a formar parte, como personaje, de numerosos libros, episodios televisivos o largometrajes.

LA ESFINGE
Edgar Allan Poe

Durante el espantoso reinado del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos, con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar, ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi al final de un día de calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando el tamaño del animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y, mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado, en el suelo.
Al recobrarme, mi primer impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la colina.
Entonces me alarmé muchísimo, pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
—Para estimar adecuadamente —decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que, tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural. Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
—De no ser por su extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar, permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada, formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático; abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento de contemplar «el monstruo».
—¡Ah, aquí está! —exclamó entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis pupilas.

ACTIVIDADES

1. ¿Por qué el narrador y su amigo se retiran unos días a la "cottage ornée" (cabaña)?
2. ¿Qué noticias llegaban de la ciudad?
3. Cuál era su opinión acerca de las premoniciones?
4. Describir a "la bestia" que ve el narrador por la ventana.
5. ¿Qué era en realidad ese animal?
6. ¿Cómo se dio cuenta?
7. ¿Se puede considerar que su aparición es una premonición?¿Por qué?


:) 
@matiascorbani15

viernes, 6 de julio de 2018

Cuento "El monte de las ánimas" (Gustavo Adolfo Bécquer) con actividades

Retomando nuestra serie de cuentos de terror, hoy traemos uno perteneciente a Gustavo Adolfo Bécquer. Luego del texto completo, actividades para realizar.



(Gustavo Adolfo Domínguez Bastida; Sevilla, 1836 - Madrid, 1870) Poeta español. Junto con Rosalía de Castro, es el máximo representante de la poesía posromántica, tendencia que tuvo como rasgos distintivos la temática intimista y una aparente sencillez expresiva, alejada de la retórica vehemencia del romanticismo.
La obra de Bécquer ejerció un fuerte influjo en figuras posteriores como Rubén DaríoAntonio MachadoJuan Ramón Jiménez y los poetas de la generación del 27, y la crítica lo juzga el iniciador de la poesía española contemporánea. Pero más que un gran nombre de la historia literaria, Bécquer es sobre todo un poeta vivo, popular en todos los sentidos de la palabra, cuyos versos, de conmovida voz y alada belleza, han gozado y siguen gozando de la predilección de millones de lectores.





"EL MONTE DE LAS ÁNIMAS" (Gustavo Adolfo Bécquer)

La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las ánimas.
-¡Tan pronto!
-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
-Ese monte que hoy llaman de las ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que vinistes a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atencion. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
-Sí.
-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
-No sé.... en el monte acaso.
-¡En el Monte de las ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las ánimas!
Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche.... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcóny las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogánito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

ACTIVIDADES:
1. ¿Qué se encontraban haciendo los personajes cuando los sorprendió la noche?
2. ¿Cuál fue la historia que le narró Alonso a Beatriz?
3. ¿Por qué había odio entre los Templarios y los nobles de Castilla?
4. ¿Qué sucede cada vez que llega la "noche de los Difuntos"?
5. ¿Qué cosa desea Alonso que lleve Beatriz?
6. ¿Y a ella qué fue lo que se le perdió?
7. ¿Dónde la fue a buscar Alonso?
8. ¿Qué se escuchaba en la noche, a través de la ventana?
9. ¿Qué se cuenta que sigue ocurriendo en el Monte de las Ánimas?

viernes, 29 de junio de 2018

"La naranja mecánica", de Anthony Burgess (breve análisis de la novela y fragmento con actividades)


"La naranja mecánica" ("A clockwork orange") es una novela del escritor británico Anthony Burgess publicada en 1962. Se la considera parte de la tradición de las novelas distópicas británicas, sucesora de obras como "1984", de George Orwell y "Un mundo feliz", de Aldous Huxley.

La historia nos presenta a Alex De Large, un adolescente que, junto a sus amigos, comete todo tipo de delitos y transgresiones en nombre de una filosofía de vida adoptada: la "ultraviolencia" . Para Alex y sus amigos no hay límites a la hora de llevar adelante su modo de ver el mundo y de abarcarlo. Robar, hurtar, lastimar inocentes y débiles, buscar insaciablemente el placer sexual, tomar litros y litros de leche con "algo más"...
El mundo y la sociedad son presentados como distópicos ya que en un futuro cercano pero indeterminado las personas demuestran total falta de empatía hacia las demás e, incluso, la "ultraviolencia" es vista como algo normal. Aunque el elemento distópico fundamental de la novela es el infame "tratamiento Ludovico", un mecanismo mediante el cual gracias a exponer al sujeto a estímulos visuales y auditivos, se elimina su mala conducta mecánicamente; generándole al mismo una sensación de malestar agudo intolerable cada vez que tiene algún pensamiento o actitud pecaminosa. Esto produce que la persona que es sometida a este tratamiento ya no será totalmente libre de elegir cómo comportarse. Lo curioso es que Alex, luego de ser apresado por sus fechorías, pide formar parte de este experimento impulsado por un gobierno que busca controlar social y psicológicamente a la población y aliviar las abarrotadas cárceles del país, para obtener la disminución de su condena.

Esta adolescencia que nos presenta el autor genera un quiebre en esa sociedad distópica en un aspecto fundamental: el lenguaje. El léxico "nadsat" ( una especie de deformación del ruso) es usado por este grupo como mecanismo de comunicación, que en parte parece una parodia de la misma y en parte parece un código secreto. En principio, cuando leemos los primeros fragmentos, este lenguaje puede generar confusión; pero en diversas ediciones se han incluido glosarios "nasdat-español" para que esta tarea no resulte tan complicada.
A continuación presentamos un fragmento en el cual Alex y sus amigos, luego de una noche de vandalismo y crímenes, llega a la casa de un escritor y su esposa para seguir dando rienda suelta a su "ultraviolencia".


“La naranja mecánica”, Anthony Burgess (Editorial Minotauro, 2002)

(En mayúscula las palabras del lenguaje “nadsat”, al final aparecerá un glosario para su explicación)

Primera parte, capítulo 2:
[…]

Jugamos un rato fuera del centro, asustando a viejos VECOS y CHINAS que cruzaban las calles, zigzagueando detrás de gatos y todo eso. Luego enfilamos por el camino hacia el oeste. No había mucho tránsito, de modo que continué dándole a la vieja NOGA casi hasta el piso, y el Durango 95 se tragaba el camino como espaguetis. Poco después corríamos entre árboles de invierno y sombras, hermanos míos, todo estaba oscuro, y en un lugar los faros alumbraron algo grande con una ROTA que gruñía y mostraba los dientes, y luego gritó y reventó bajo el auto, y el viejo Lerdo en el asiento trasero casi se orina de risa. “Jo, jo, jo”. Luego vimos a un joven MÁLCHICO con una FILOSA, LUBILUBANDO bajo un árbol, de modo que paramos y los saludamos a gritos, les dimos a los dos un par de TOLCHOCOS sin muchas ganas, haciéndolos gritar, y seguimos nuestro camino. Lo que queríamos hacer ahora era la vieja visita de sorpresa. Era la emoción auténtica, buena para SMECAR y sentir el latigazo de lo ultraviolento. Bueno, al fin llegamos a una especie de aldea, y justo fuera de la aldea había una casita separada de las demás, con un poco de jardín. La luna ya estaba bien alta, y pudimos VIDEAR la casita que apareció claramente cuando paré el coche y frené, mientras los otros tres reían como BESUÑOS, y entonces VIDEAMOS que sobre la entrada a la casita se leía “hogar”, un nombre bastante GLUPO. Bajé del auto, ordenando a mis DRUGOS que acabaran las risitas y estuviesen serios, y después de abrir la MALENCA puerta me acerqué a la entrada de la casa. CLOPÉ suave y discreto y no vino nadie, de modo que insistí y esta vez pude SLUSAR unos pasos, y que retiraban un cerrojo; la puerta se abrió unos centímetros, y entonces pude VIDEAR un GLASO que me miraba, y la puerta estaba asegurada con una cadena. -¿Sí? ¿Quién es? – Era la voz de una FILOSA, una DÉBOCHCA joven por el timbre, de modo que dije con lenguaje muy refinado, la GOLOSA de un auténtico caballero:
-Perdón, señora, lamento muchísimo molestarla, pero mi amigo y yo salimos a pasear, y mi amigo enfermó de pronto y se siente realmente mal, y ahora está ahí en el camino, inconsciente y gimiendo. ¿Me permitiría usar su teléfono para llamar una ambulancia?
-No tenemos teléfono – dijo la DÉBOCHCA -. Lo siento, pero no tenemos. Tendrá que ir a otro lado -. Del interior de la casita se podía SLUSAR el clac clac clac claquiti clac clac de un VECO que dactilografiaba, y entonces el ruido se interrumpió y se oyó la GOLOSA del CHELOVECO que decía:- ¿Qué pasa, querida?
-Bueno – dije -, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua? Sabe, parece un desmayo, como si hubiese perdido el sentido.
La DÉBOCHCA vaciló un poco, y luego dijo:- Espere-. Se alejó, y mis tres DRUGOS habían bajado en silencio del auto y de acercaron HORROR SHOW furtivos, y ya se estaban poniendo las máscaras, de modo que me puse la mía; y aquí fue suficiente meter la vieja RUCA y soltar la cadena, pues como había ablandado a esta DÉBOCHCA con mi GOLOSA de caballero, ella no cerró la puerta como tenía que haber hecho, pues éramos gente desconocida, que venía de la noche. Los cuatro entramos como una tromba, el viejo Lerdo haciéndose el SCHUTO como de costumbre, dando cabriolas y canturreando SLOVOS sucios, y era una bonita y MALENCA casita, debo reconocerlo. Entramos todos SMECANDO en el cuarto donde había luz, y ahí estaba esa DÉBOCHCA como acobardada, un pedacito de FILOSA con unos GRUDOS verdaderamente HORROR SHOW, y con ella este CHELOVECO también joven, con OCHICOS de montura de carey, y sobre una mesa una máquina de escribir y papeles por todos lados; pero además un pequeña pila de papel que seguramente era lo que ya había dactilografiado, así que aquí teníamos otro inteligente […]:
-¿Qué es esto? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin permiso? – Todo el tiempo le temblaba la GOLOSA, y también las RUCAS. Le dije:
-No temas. Si en tu corazón, oh, hermano, anida el temor, te ruego lo deseches ahora mismo. –Aquí Georgie y Pete fueron a buscar a la cocina, mientras el viejo Lerdo esperaba órdenes, a mi lado, con la ROTA muy abierta. – Y esto qué es, ¿eh? – pregunté, levantando la pila de la mesa, y el CHELOVECO de la armazón de carey dijo temblándole la voz:
¿Eso es lo que quiero saber. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren aquí? Salgan antes de que los eche.
El pobre y viejo Lerdo, con su máscara de Pebe Shelley, SMECÓ entonces ruidosamente y rugió como algún animal.
Un libro – dije -. Usted está escribiendo un libro. – Hablé con una GOLOSA muy áspera.- Siempre experimenté la mayor admiración por los que saben escribir libros. –Luego miré la primera hoja, y tenía escrito el nombre, “La naranja mecánica”, y dije: - Caramba, es un título bastante GLUPO. ¿Quién oyó hablar jamás de una naranja mecánica? […].
El Lerdo largó la vieja música labial, y yo mismo tuve que SMECAR. Así que comencé a rasgar las hojas y desparramar los pedazos por el suelo, y el VECO escritor se volvió casi BESUÑO y se me tiró encima rechinando los SUBOS y sacando las uñas como garras. Era el momento de la acción para el viejo Lerdo, y se movió sonriendo, y haciendo eh eh y ah ah ah apuntó el puño a la ROTA temblorosa del VECO, primero el piño izquierdo y después el derecho, de modo que nuestra vieja DRUGA la colorada – la colorada que brota igual por todas partes, como producida por la misma antigua y gran empresa – comenzó a derramarse y manchó la linda alfombra nueva, y los pedazos del libro que yo continuaba RASRECEANDO. Aquí la DÉBOCHCA, la amante y fiel esposa, estaba como paralizada al lado de la chimenea, y ahora había empezado a largar menudos y MALENCOS CRICHOS, como acompañando la música de los puñetazos del viejo Lerdo. Entonces aparecieron Georgie y Pete, viniendo de la cocina, los dos masticando, aunque con las máscaras puestas; no era necesario quitársela para comer. Georgie con una LAPA fría de algo en una RUCA, y media hogaza de KLEBO y MASLO encima en la otra, y Pete con una botella de cerveza que echaba espuma, y un trozo HORROR SHOW de tarta de ciruelas. Comenzaron a hacer ja ja ja cuando VIDEARON al viejo Lerdo que bailoteaba y descargaba puñetazos sobre el VECO escritor, y el VECO escritor PLACABA que le habían arruinado la obra de su vida, y hacía buu juuu juu con la ROTA toda ensangrentada; pero las risas de Georgie y Pete eran el jo jo jo medio ahogado del que está comiendo, y hasta se podían ver trozos de lo que comían. No me gustó la actitud, porque era sucia y babosa, así que dije:
-Basta de MUNCHAR. Yo no les di permiso. Tengan a este VECO para que pueda VIDEARLO todo y no se escape.
Así que Georgie y Pete dejaron las grasientas PISCHAS sobre la mesa, entre los papeles rotos, y se echaron sobre el VECO escritor, cuyos OCHICOS de armazón de carey estaban rajados pero seguían sosteniéndose, mientras el viejo Lerdo bailoteaba y hacía temblar los adornos de la chimenea (de un golpe los barrí todos, y ya no pudieron seguir temblando, hermanitos), y trabajando con el autor de “La naranja mecánica”, de modo que ahora tenía el LITSO todo púrpura, y soltaba sangre como una clase muy especial de fruta jugosa.
-Está bien, Lerdo – dije -. Ahora, vamos a la otra VESCHE, BOGO nos ampare.
Lerdo se acercó a la DÉBOCHCA, que seguía haciendo crich crich crich, y le sujetó las RUCAS  la espalda, mientras yo le desgarraba esto y aquello, y los otros largaban los ja ja ja, y vimos que tenía unos buenos GRUDOS HORROR SHOW, que exhibían unos  GLASOS sonrosados, oh hermanos míos, entre tanto yo me sacaba los pantalones y me preparaba para la zambullida. Mientras me zambullía pude SLUSAR los gritos de sufrimiento, y al VECO escritor lleno de sangre que Gerogie y Pete sostenían y que casi se soltaba, aullando como BESUÑO las palabras más sucias que yo conocía y algunas que él estaba inventando. Después de mí era justo que le tocase el turno al viejo Lerdo, y lo hizo resoplando y jadeando como una bestia, sin que se moviera un centímetro  la máscara de Pebe Shelley, mientras yo sujetaba a la FILOSA. Después hicimos cambio de parejas, el Lerdo y yo aferramos al baboseante VECO escritor, que ya no luchaba casi, y apenas musitaba algún SLOVO aquí y allá, como si estuviese muy lejos, en el bar donde sirven la leche plus, y Pete y Gerogie tuvieron lo suyo. Luego, todo se serenó, y nosotros estábamos llenos de algo parecido al odio, de modo que CRACAMOS lo que todavía quedaba sano – la máquina de escribir, la lámpara, las sillas – y el Lerdo, como era ya típico en él, apagó el fuego orinando y se disponía a cagar sobre la alfombra, pues por allí abundaba el papel, pero yo dije no. – Fuera fuera fuera – aullé. El VECO escritor y su CHINA no estaban realmente en sus cabales, lastimados, ensangrentados, ya haciendo ruidos. Pero vivirían.
De modo que subimos al auto que esperaba y dejé el volante a Georgie, porque yo me sentía un MALENCO  destemplado, y regresamos a la ciudad, y en el camino pasamos por encima de cosas raras que chillaban.

GLOSARIO NADSAT – ESPAÑOL:
VECO: individuo, sujeto
CHINA: mujer
NOGA: pie, pierna
ROTA: boca
MÁLCHICO: muchacho
FILOSA: mujer
LIBULUBAR: hacer el amor
TOLCHOCOS: golpes
SMECAR: reír
VIDEAR: ver
BESUÑO: loco
GLUPO: estúpido
DRUGO: amigo
MALENCA/O: pequeña/o, poca/o
CLOPÉ: golpeé, llamé
SLUSAR: oír, escuchar
GLASO: ojo
DÉBOCHCA: muchacha
GOLOSA: voz
CHELOVECO: individuo
HORROR SHOW: bueno, bien
RUCA: mano, brazo
SCHUTO: estúpido
SLOVOS: palabras
GRUDOS: pechos
OCHICOS: lentes
RASRECEANDO: trastornando, destrozando
CRICHOS: gritos
LAPA: pata
KLEBO: pan
MASLO: mantequilla
PLACABA: gritaba
MUNCHAR: masticar, comer
PISCHAS: alimentos
LITSO: cara
VESCHE: cosa
BOGO: Dios
CRACAMOS: golpeamos, destruimos

ACTIVIDADES:
1.       ¿Cuál es el engaño que usa Alex para ingresar a la casa? ¿De qué forma ingresan él y sus drugos?
2.       ¿Qué se encontraba haciendo el hombre dentro de la casa? ¿Qué título le lama la atención a Alex?
3.       ¿Qué comenzó a hacer Lerdo? ¿Cuál fue la actitud de Gerogie y Pete?
4.       ¿Qué hicieron con la débochca? ¿Cómo quedaron ella y su marido?
5.       Transcribir y explicar una frase del fragmento donde se vea el liderazgo de Alex y otro donde se observe el desprecio por la vida de él y sus drugos.

martes, 30 de enero de 2018

Cuento: "Gabriel Ernesto", de Saki (con actividades)

Hector Hugh Munro, conocido por el pseudónimo literario de Saki (18 de diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue un escritor, novelista y dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. En esta ocasión traemos para compartir el cuento "Gabriel Ernesto", el cual aborda un tema recurrente en la literatura de terror del siglo XIX: los licántropos. Al final, como siempre, las actividades.



GABRIEL ERNESTO
Saki

Hay un animal salvaje en sus bosques -dijo el artista Cunningham, mientras lo llevaban a la estación. Era la única observación que había hecho durante el trayecto, pero como Van Cheele había hablado sin parar, el silencio de su compañero no había sido notorio.
-Un zorro extraviado o dos y unas cuantas comadrejas de la región. Nada más formidable que eso -dijo Van Cheele. El artista no dijo nada.
-¿Qué quería decir con animal salvaje? -le dijo Van Cheele más tarde, cuando estaban en el andén.
-Nada. Mi imaginación. Aquí está el tren -dijo Cunningham.
Esa tarde, Van Cheele salió a dar uno de sus frecuentes paseos por su boscosa propiedad. Tenía una garza disecada en su estudio, y sabía los nombres de un gran número de flores salvajes, de modo que su tía tenía tal vez alguna justificación para describirlo como un gran naturalista. En todo caso, era un gran andarín. Tenía la costumbre de tomar nota mental de todo lo que veía durante esos paseos, no tanto para ayudar a la ciencia contemporánea, como para disponer de temas de conversación más tarde. Cuando las campanillas azules comenzaban a florecer, él se encargaba de informar a todo el mundo de ese hecho; la época del año hubiera podido advertir a sus oyentes de la probabilidad de que esto ocurriera, pero por lo menos pensaba que él les estaba siendo absolutamente franco.
Sin embargo, lo que vio Van Cheele esa tarde en particular era algo muy lejano de su experiencia corriente. En una saliente de piedra lisa sobre un pozo profundo en el claro de un bosquecillo de robles, un muchacho de unos dieciséis años estaba echado secándose deliciosamente los miembros bronceados al sol. Tenía el pelo mojado, partido por una zambullida reciente y pegado a la cabeza, y sus ojos castaños claros, tan claros que tenían casi un brillo atigrado, se dirigían a Van Cheele con cierta atención perezosa. Era una aparición inesperada, y Van Cheele se encontró envuelto en el desusado proceso de pensar antes de hablar. ¿Dé dónde en el mundo podía provenir ese muchacho de aspecto salvaje? A la esposa del molinero se le había perdido un chico hacía unos dos meses, se suponía que se lo había llevado la corriente que movía el molino, pero aquel era un bebé y no un muchacho crecido como este.
-¿Qué estás haciendo ahí? -le preguntó.
-Obviamente, asoleándome -replicó el muchacho.
-¿Dónde vives?
-Aquí en estos bosques.
-No puedes vivir en los bosques -dijo Van Cheele.
-Son unos bosques muy bonitos -dijo el muchacho con cierto tono condescendiente en la voz.
-¿Pero dónde duermes de noche?
-No duermo de noche; es cuando estoy más ocupado.
Van Cheele empezó a tener el irritante sentimiento de estar lidiando un problema que lo eludía.
-¿De qué te alimentas? -preguntó.
-Carne -dijo el muchacho.
Y pronunció la palabra con una lenta delicia, como si estuviera saboreándola.
-¡Carne! ¿Qué carne?
-Ya que le interesa, conejos, perdices, liebres, aves de corral, corderitos recién nacidos, y niños cuando consigo alguno; en general están encerrados con llave por la noche, cuando yo hago la mayor parte de la cacería. Hace ya dos meses que no pruebo carne de niño.
Haciendo caso omiso de la irritante naturaleza de la última frase, Van Cheele trató de llevar al muchacho al tema de la posible caza furtiva.
-Estás hablando por tu sombrero cuando mencionas lo de alimentarse con liebres (por el aspecto del muchacho no era un símil muy afortunado). Las liebres de nuestras colinas no son fáciles de cazar.
-Por la noche yo cazo en cuatro patas -fue la respuesta más o menos enigmática.
-¿Supongo que lo que dices es que cazas con un perro? -aventuró Van Cheele.
El muchacho se dio vuelta lentamente sobre la espalda y se rió con una extraña risa baja que tenía algo agradable de broma y algo desagradable de gruñido.
-No creo que ningún perro tuviera muchas ganas de andar conmigo, especialmente por la noche.
Van Cheele empezó a sentir que ese muchacho de ojos y hablar extraño tenía algo pavoroso.
-No puedo permitirle permanecer en estos bosques -declaró en tono autoritario.
-Creo que usted preferiría tenerme aquí y no en su casa -dijo el joven.
La perspectiva de ese animal desnudo y salvaje en la casa ordenada y perfecta de Van Cheele evidentemente era alarmante.
-Si no te vas, tendré que obligarte -dijo Van Cheele.
El muchacho se volvió como un rayo, se zambulló en el pozo, y en un momento ya había recorrido con su cuerpo mojado y brillante la mitad de la distancia de la otra orilla hasta el lugar donde estaba Van Cheele. En una nutria el movimiento no hubiera sido nada especial; en un muchacho, a Van Cheele le pareció suficientemente sobrecogedor. Se resbaló al hacer un movimiento involuntario para retroceder y se encontró casi postrado en la orilla húmeda, con aquellos ojos atigrados no muy lejos de los suyos. Casi instintivamente se llevó la mano a la garganta. El muchacho volvió a reírse, con una risa en la que el gruñido había hecho desaparecer casi toda la alegría, y luego, con otro de sus movimientos asombrosamente rápidos, desapareció corriendo hacia un tupido macizo de hierbas y helechos.
-¡Qué animal salvaje tan raro! -dijo Van Cheele mientras se ponía de pie. Y luego se acordó de la observación de Cunningham, “hay un animal salvaje en sus bosques”.
De regreso a casa sin prisa, Van Cheele empezó a darle vueltas en la mente a una serie de acontecimientos locales que podían atribuirse a la existencia de este asombroso muchacho salvaje.
Algo había estado haciendo que escaseara los animales silvestres últimamente en aquellos bosques, las gallinas desaparecían de las granjas, las liebres ya casi no se encontraban, y le habían llegado noticias de corderos a los que se habían llevado de sus rebaños en las colinas. ¿Sería posible que ese muchacho salvaje estuviera cazando en la región en compañía de algún perro inteligente? El muchacho había hablado de cazar “en cuatro patas” durante la noche, pero también había insinuado que a ningún perro le gustaría acercársele “especialmente de noche”. Era verdaderamente intrigante. Y luego, mientras Van Cheele repasaba las distintas depredaciones que se habían cometido en el último mes o dos, de pronto se detuvo tanto en su camino como en sus especulaciones. El niño perdido del molino hacía dos meses, la teoría aceptada era que se había caído entre la corriente del molino y ésta se lo había llevado, pero la madre siempre había declarado haber oído un grito en el lado de la casa que daba a la colina, en la dirección contraria a la del arroyo. Era impensable por supuesto, pero él habría preferido que el muchacho no hubiera hecho esa aterradora alusión a haber comido carne de niño hacía dos meses. Cosas tan horribles no debían decirse ni en broma.
Van Cheele, contra su costumbre, no se sentía dispuesto a mostrarse comunicativo sobre su descubrimiento en el bosque. Su posición como consejero de la parroquia y juez de paz se vería comprometida de cierto modo por el hecho de estar albergando en su propiedad a una personalidad de tan dudosa fama; había incluso la posibilidad de que le pasaran una costosa cuenta por el valor de los corderos y las gallinas que se habían perdido. Esa noche a la cena estaba desusadamente callado.
-¿Te comieron la lengua? -le dijo su tía-. Cualquiera diría que te encontraste con un lobo.
Van Cheele, que no conocía ese viejo dicho, pensó que la observación era bastante tonta; si se hubiera encontrado con un lobo en su propiedad su lengua hubiera estado extraordinariamente ocupada con el tema.
Al día siguiente al desayuno, Van Cheele se daba cuenta de que su desazón por el episodio del día anterior no había desaparecido del todo y resolvió tomar el tren hasta la población vecina, buscar a Cunningham, y enterarse de qué era lo que realmente había visto, obligándole a hablar con insistencia acerca de un animal salvaje en sus bosques. Tomada esa resolución, su alegría habitual volvió en parte, y empezó a musitar una pequeña melodía mientras se dirigía al estudio a fumarse su cigarrillo de costumbre. Al entrar al estudio, la melodía abruptamente dio paso a una invocación piadosa. Graciosamente extendido en la otomana, en una actitud de reposo casi exagerada, estaba el muchacho de los bosques. Estaba más seco que la última vez que lo había visto Van Cheele, pero por otra parte sin ninguna alteración notable de su apariencia.
-¿Cómo te atreves a venir aquí? -le preguntó Van Cheele furioso.
-Usted me dijo que no podía quedarme en los bosques -dijo el muchacho calmadamente.
-Pero no te dije que vinieras aquí. ¡Supón que te hubiera visto mi tía!
Y con la intención de minimizar semejante catástrofe, Van Cheele apresuradamente cubrió todo lo posible a su no bienvenido visitante bajo los pliegues del periódico de la mañana. En ese momento, la tía entró a la habitación.
-Este es un pobre muchacho que ha perdido su camino y perdido la memoria. No sabe quién es ni de dónde viene -explicó Van Cheele desesperadamente, mirando atemorizado a la cara del vagabundo para saber si agregaba la franqueza inoportuna a sus otras propensiones salvajes.
La señorita Van Cheele estaba enormemente interesada.
-Tal vez tenga alguna marca en la ropa interior -sugirió.
-Parece haber perdido eso también -dijo Van Cheele, dándole tironcitos nerviosos al diario de la mañana para mantenerlo en su lugar.
Un niño desnudo y sin hogar le atraía tanto a la señorita Van Cheele como un gatito perdido o un perrito sin dueño.
-Tenemos que hacer todo lo que podamos por él -decidió, y, en poquísimo tiempo, un mensajero despachado a la parroquia, en donde había un joven paje, había regresado con un juego de ropa y los accesorios necesarios como camisa, cuello, zapatos, etc. Vestido, limpio, y arreglado, el muchacho no había perdido nada de su expresión aterradora, a los ojos de Van Cheele, pero su tía lo encontraba encantador.
-Debemos llamarlo de algún modo mientras averiguamos quién es realmente -dijo ella-. Gabriel-Ernesto, me parece; son nombres apropiados y simpáticos.
Van Cheele estaba de acuerdo, pero en su interior dudaba sobre si se los estarían poniendo a un muchacho apropiado y simpático. Sus recelos no disminuyeron por el hecho de que su manso y viejo perro de cacería se había escapado de la casa apenas llegó el muchacho, y seguía tiritando y ladrando obstinadamente en el otro lado del huerto, mientras que el canario, usualmente tan activo vocalmente como el propio Van Cheele, se había encerrado en su mutismo de píos aterrados. Más que nunca se resolvió a consultar a Cunningham sin pérdida de tiempo.
Mientras él se dirigía a la estación, su tía hacía los arreglos para que Gabriel-Ernesto la ayudara a divertir a los niños de la escuela dominical, esa tarde en el té.
Al principio, Cunningham no estaba dispuesto a mostrarse comunicativo.
-Mi madre murió de una enfermedad cerebral -explicó -, de manera que usted comprenderá por qué me niego a confiarle a nadie cualquier cosa de naturaleza fantástica e imposible que haya visto o pensado que he visto.
-¿Pero qué fue lo que vio? -insistió Van Cheele.
-Lo que creí ver fue algo tan fuera de lo común, que nadie, en su sano juicio le daría crédito como a algo realmente sucedido. Yo estaba la última tarde que estuve con usted, medio escondido entre los arbustos de la entrada del huerto viendo la puesta del sol. De pronto me di cuenta de la presencia de un muchacho desnudo; pensé que fuera un muchacho que se había estado bañando en algún pozo cercano, y que se había quedado en la falda de la colina también mirando el atardecer. Su actitud sugería de tal modo la de un fauno silvestre de la mitología pagana que inmediatamente se me ocurrió contratarlo como modelo, y lo hubiera llamado un momento después. Pero justo en ese momento el sol dejó de verse, y todos los colores naranja y rosado desaparecieron del paisaje, dejándolo frío y gris. En ese mismo momento, pasó algo asombroso, ¡el muchacho también desapareció!
-Qué, ¿se desvaneció en la nada? -preguntó Van Cheele excitado.
-No; esa es la parte horrible del asunto -contestó el artista-, en la falda de la colina, en donde había estado el muchacho hacía un segundo, estaba un lobo grande, de color negruzco, con los colmillos brillantes y los ojos amarillos crueles. Uno creería…
Pero Van Cheele no se detuvo por algo tan fútil como lo que se creía. Ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la estación del tren. Desechó la idea de un telegrama. “Gabriel-Ernesto es un hombre-lobo” era un esfuerzo desesperadamente inadecuado para hablar de lo que pasaba, y su tía lo tomaría por un mensaje en una clave de la cual él no le había dado la contraseña. Su única esperanza era alcanzar a llegar a casa antes de la puesta del sol. El taxi que tomó en el otro extremo del viaje en tren lo llevó con lo que parecía una lentitud exasperante por los caminos rurales, que ya se ponían rosados y malva bajo la luz del sol poniente. Su tía estaba recogiendo algunos bizcochos sin terminar cuando él llegó.
-¿Dónde está Gabriel-Ernesto? -preguntó casi gritando.
-Está llevando a casa al pequeño de los Toop -dijo la tía-. Se estaba haciendo tan tarde que no me pareció seguro dejarlo ir solo. Qué bonito atardecer, ¿cierto?
Pero Van Cheele, aunque consciente del resplandor del cielo al occidente, no se quedó a comentar su belleza. A una velocidad para la cual estaba escasamente dotado corría a lo largo del estrecho sendero que llevaba a casa de los Toop. A un lado corría la rápida corriente que movía el molino, del otro estaba la franja de loma pelada.
Un resplandor mortecino de sol poniente todavía se veía en el horizonte, y tras la próxima vuelta del camino podía estar la pareja dispareja que buscaba. De pronto el color de las cosas desapareció, y la luz gris se posó con un leve temblor sobre el paisaje. Van Cheele oyó un estridente grito de terror, y dejó de correr.
Nunca se volvió a saber nada del pequeño Toop o de Gabriel-Ernesto, pero se encontró la ropa de este último tirada en el camino, de modo que se supuso que el niño había caído al agua y que el muchacho se había desnudado y se había lanzado en un vano intento de salvarlo. Van Cheele y unos trabajadores que andaban por allí cerca en esos momentos testificaron sobre el fuerte grito del niño que habían oído hacia el lugar en donde se encontraron las ropas. La señora Toop, que tenía otros once hijos, se resignó decentemente a su desgracia, pero la señorita Van Cheele hizo un duelo sincero por su muchacho expósito perdido. Por iniciativa suya, se puso una placa en memoria de éste en la iglesia parroquial. A Gabriel-Ernesto, muchacho desconocido, que sacrificó valientemente su vida por la de otro.
Van Cheele complacía a la tía en la mayoría de sus asuntos, pero se rehusó por completo a contribuir con su dinero a una placa en memoria de Gabriel-Ernesto.

ACTIVIDADES:

1. ¿Qué es lo que aseguraba Cunningham?
2. ¿Qué fue lo que vió Van Cheele a lo lejos?
3. ¿Cuáles son las cosas que cuenta de sí mismo el joven misterioso?
4. ¿Cuáles eran los pensamientos de Van Cheele luego del encuentro con el "animal salvaje"?
5. ¿Qué comenzó a sospechar en relación al niño desaparecido?
6. ¿Dónde se apareció el joven misterioso?¿Qué ocurrió cuando lo vio la tía de Van Cheele?
7. ¿Cuál fue el tema de conversación con Cunninham?
8. ¿Qué ocurrió cuando Van Cheele se ausentó?¿Por qué cree que no quiso aportar para poner una placa en honor a "Gabriel Ernesto"?