A continuación compartimos un cuento de terror del autor nicaragüense Rubén Darío (1867 - 1916), escrito en 1893 y publicado de manera póstuma en la antología de 1925 "Impresiones y sensaciones".
Luego del cuento, agregamos un breve y sencillo cuestionario que puede yener la función de guía para el lector curioso o de trabajo para realizar en clase.
THANATOPÍA
Rubén Darío
—Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la
Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el
mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria
sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.
James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y
continuó:
—Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis
preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis
ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la
tierra, como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido mucho,
que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí,
os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa
abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los
boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no
visito, en ninguna ciudad, los cementerios; me martirizan las conversaciones
sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al
amor del sueño, que la luz aparezca.
»Tengo horror de.. ¡oh Dios! de la muerte.
»Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un
cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica
de las que existen en cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de
mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a
la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso,
secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un
gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la
casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo
que él pretendía tener oculto. Lo que vais a saber, porque ya me es imposible
resistir el silencio por más tiempo.
»Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él
ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.
Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente
estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en
que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos
Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele
tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno
de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto
silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas
dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a
calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector
la apreciación de los hechos.
—Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden
paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso
conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de
educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin
halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre,
según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos
que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la
manera de mi narración.
»Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una
reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en
mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún
en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste!
Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz
lunar, los álamos, los cipreses —¿por qué había cipreses en el colegio?— y a lo
largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde
solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado
rector —¿para qué criaba lechuzas el rector?—. Y oigo, en lo más silencioso de
la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una
media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!
»Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita
de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él:
alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien,
aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba
frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad. Yo le manifesté
que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que
si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó
grave, con cierta amabilidad para conmigo:
»—He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El
rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios,
que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además,
quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesita un
apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que
desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo.
»¡Una madrastra!
Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y
rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por
mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras
aquella pobre y delicada flor se consumía. ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a
soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable
bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A
veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.
»No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su
disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.
»Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta
antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me
sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos
sirvientes. Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y
negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos.
Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban
substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el
fondo del salón un gran retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti,
cubierto de un largo velo de crespón.
»Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban
lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable
cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando
las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no
comprendía:
»—La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.
»Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros?
Y tú, madre, madrecita mía? My sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en
aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado
por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago.
»Fue esa misma noche, sí.
Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había
echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño,
recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la
servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de
ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que
prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las
nueve, las velas ardían en la habitación. Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos,
apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en
los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis
visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de
conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.
»—Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el
salón. Vamos.
»Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de
coro, estaba sentada una mujer.
»Ella...
»Y mi padre:
»—¡Acércate, mi pequeño James, acércate!
»Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano. Oí
entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en
crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste:
¡James!
»Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me
horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la
mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:
»—Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado
James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.
»Y me miró.
»Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el
espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó,
enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto,
un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor —no os lo quiero
decir— porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los
cabellos.
»Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer
pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro
gemebundo o de un subterráneo:
»—James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero
darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...
»No pude más. Grité:
»—¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades
celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen
de aquí!
»Oí la voz de mi padre:
»—¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.
»—No —grité más alto, ya en lucha con los viejos de la
servidumbre—. Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un
cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una
muerta!
CUESTIONARIO
1. ¿Quién es el padre del protagonista?
2. ¿Adónde lo "encerró"?
3. ¿Por qué él afirma que "aprendió a ser triste"?
4. ¿Con qué motivos lo fue a buscar su padre?
5. ¿Cuál fue la reacción al enterarse el tema de su "madrastra"?
6. ¿Qué fue lo que ocurrió cuando se encontró con ella?¿Quién era en realidad?

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